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"Es un sistema distribuido, abierto y horizontal" dice Robert Darnton de la Public Digital Library of America durante su visita a BUenos Aires (foto: Wikimedia Commons)

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El siguiente artículo fue publicado por Matías Butelman en La Agenda de Buenos Aires. Enlace al articulo en La Agenda


Algún tipo de paraíso

El historiador Robert Darnton visitó Buenos Aires. El libro como objeto inestable y las estrategias para preservar la memoria de este tiempo.

Por Matías Butelman

Hay una parte crucial de la memoria de nuestra cultura que está fuera de alcance de la mayoría de nosotros. Se la encuentra detrás de paredes gruesas en depósitos de Flores o Saavedra, en departamentos de coleccionistas privados, en containers olvidados en la Boca, en los sótanos del Palais de Glace o de la Biblioteca Nacional. En esa misma biblioteca, hace dos meses, Robert Darnton dio una conferencia. Cuando comenzó a hablar podían leerse detrás suyo dos palabras proyectadas sobre una pantalla: Digitize, Democratize. Pero no empezó hablando de internet ni de escáneres ni de nada parecido: habló sobre cómo desde la Antigüedad bibliotecas y archivos restringieron a un grupo muy limitado el acceso a toda la riqueza intelectual y tesoros que conservaban. “Se guardaban detrás de puertas cerradas y paredes muy gruesas, para mantener al público alejado, y también detrás de carnets de lectores o de una atmósfera general de intimidación”. Seguramente muchos conozcan todavía hoy esta experiencia. Pero hubo también, señaló Darnton, una tendencia opuesta, que empezó a cobrar fuerza en la era de la Ilustración, cuando una idea inspiró a filósofos y también a políticos revolucionarios de Europa, Estados Unidos y Latinoamérica: la difusión del conocimiento es la fuerza más importante de la historia, una fuerza que podría extenderse a cualquier lugar, destruyendo así el prejuicio y promoviendo el progreso.

Al día siguiente de esa conferencia tengo que encontrarlo en lobby del Hotel Loi Recoleta, a pocas cuadras del escenario en el que había hablado, para conversar brevemente sobre historia, archivos y, en especial, sobre la tarea de digitalizar y difundir el patrimonio cultural de una nación entera. Tal vez, el del mundo. Mientras preparo el grabador me pregunta si yo también soy estudiante de la carrera de Edición de la UBA, que fue la que lo trajo a dar esa conferencia y otras en la BN. Le tengo que responder que no, que estudié Letras, pero que tengo una historia familiar con eso de los libros y que estoy a la caza de un hipotético archivo editorial, de esos tantos que hay por la ciudad. Sonríe. Tengo encima una edición de El negocio de la Ilustración, su libro de 1979 sobre la historia de la publicación de la Encyclopédie de Diderot y D'Alembert. Lo escribió después de sumergirse en los papeles de la Sociedad Tipográfica de Neuchatel, imprenta y casa editorial suiza que los franceses utilizaban para evadir la censura del Antiguo Régimen. El libro preanuncia las coordenadas temáticas que van a marcar gran parte de su obra posterior e intervenciones públicas, incluso las recientes en nuestro país: la tensión entre el mercado y el conocimiento, la relación entre la tecnología y las ideas, las transformaciones del libro a lo largo de los siglos.

Ese impulso liberador de la Ilustración, recordó Darnton durante la conferencia, fue ciertamente idealista: la mayor parte de la gente en el siglo XVIII no sabía leer, y los que sabían leer no podían comprar libros. Pero eso es el pasado. En el presente, Darnton es optimista: “hoy tenemos internet, tenemos en nuestro poder la capacidad de realizar lo que durante la Ilustración era una visión utópica. Hay un nuevo ideal de apertura que está transformando el mundo del conocimiento. Hoy tenemos universidades abiertas, software libre y de código abierto, metadatos abiertos, publicaciones científicas de acceso abierto”. Hay que admitir, sin embargo, que no todo es fácil: advierte sobre el peligro de la mercantilización, que él conoce de primera mano tras haber enfrentado desde Harvard a Google Books y su intento de monopolizar el acceso a las versiones digitales de los libros. “El conflicto entre entre democratización y comercialización va a definir nuestro futuro digital. Pero no pretendo reducir una situación compleja a una fórmula tan simple. Necesitamos encontrar un camino en este mundo de dinero, poder y pobreza, un balance equitativo entre el interés privado y el bien público. Debemos preguntarnos, primero, si hemos alcanzado ese equilibrio en el mundo del libro y las bibliotecas”.

Darnton fue director de la biblioteca de Harvard.

Durante mis años en la carrera de Letras las lecturas de Darnton fueron apareciendo en algunas materias, esporádicamente, como ráfagas de realidad en un universo académico fascinado por la especulación y, más de una vez, la oscuridad. Es que había algo en prestarle atención a los libros y a su dimensión material que funcionaba como un antídoto contra la fiebre de la teoría y permitía también ver la acción concreta de seres humanos concretos detrás de las ideas y de los textos que leíamos.

Robert Darnton hoy tiene 77 años. Además de ser uno de los más importantes historiadores de la cultura vivos, entre 2007 y 2015 fue director de la Biblioteca de Harvard. Hace poco empezó a estudiar español, según cuenta a raíz de sucesivas invitaciones que recibió para visitar países de nuestra región. Su último profesor del idioma, José de León, un estudiante español en Harvard, me dice que Darnton habla francés, alemán, e italiano, además de inglés, y que recientemente empezó a interiorizarse con la tradición intelectual y literaria latinoamericana. En su despacho de la biblioteca Widener -que lleva este nombre en memoria de Harry Widener, un coleccionista de libros que murió en el Titanic-, después de comer, leen Borges, algo de Cortázar, un poco de Alejo Carpentier. Darnton señala que estudia español sin fines utilitarios. Más bien, por el amor de aprender algo nuevo, y porque siente que es su deber hablar la lengua de sus anfitriones y aprender lo que su cultura tenga para enseñarle. “Todos en Norteamérica deberían aprender español, y especialmente la gente como yo, intelectuales o académicos”.

Reconoce que en Latinoamérica hay una fascinación por la historia del libro, a la que considera el campo más emocionante de las ciencias humanas, “entre las humanidades y las ciencias sociales”. Sobre esa fascinación ensaya una hipótesis: “Creo que la transformación en los modos de comunicarnos, que todos experimentamos en nuestras vidas cotidianas, generó una sensibilidad especial a la comunicación. La revolución de Internet tuvo como consecuencia un aumento del interés por la palabra escrita”. La hipótesis bien puede ser cierta: la presencia del bibliófilo Alberto Manguel al frente de la Biblioteca Nacional, el fenómeno de las editoriales independientes y revistas culturales, las recientes noticias sobre archivos, escáneres y otras aventuras patrimoniales, e incluso el curioso caso de una editorial especializada en la historia del libro y la lectura que se ubica en el piso superior de un exclusivo bar de Palermo Chico, forman parte de una efervescencia en torno al pasado, a los vestigios que de él nos llegan y a la inevitable pregunta de qué hacer con ellos.

Durante su conferencia en la BN Darnton expuso los fundamentos de un proyecto en el que está embarcado desde hace varios años: la Digital Public LIbrary of America, la Biblioteca Pública Digital de Estados Unidos, un sitio web que conecta y expone las colecciones digitales de muchísimas bibliotecas, archivos, museos y otras organizaciones de ese país, y las ofrece así a un público cada vez más amplio: “el público al que está destinada la DPLA no es un público de gente como yo, académicos, historiadores. Si, seguramente muchos miembros del público lo sean, pero los verdaderos destinatarios de la DPLA son muy diversos: chicos en edad escolar, estudiantes de todas las edades, jubilados, investigadores independientes o simplemente gente que quiere escribir libros sin afiliación institucional y necesita acceso a una biblioteca gigante, gente que quiere profundizar su disfrute de la lectura.

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¿Cómo funciona una biblioteca pública digital? Lo primero que hay que entender es que la Biblioteca Pública Digital no es como una biblioteca tradicional que acumula colección tras colección debajo de un domo gigantesco. Tampoco es, aclaró, una inmensa base de datos como Youtube, Spotify, Wikimedia Commons o archive.org. Es un sistema distribuido, abierto y horizontal. Es distribuido porque no alberga más que los metadatos y las imágenes en miniatura de las piezas de las colecciones, dejando así el control físico de los archivos digitales a sus aportantes. Es abierto en sus contenidos que son accesibles de modo gratuito y sin necesidad de presentar ningún tipo de credenciales. Es abierto en sus metadatos que son expuestos por diferentes protocolos y puestos a disposición de quien los necesite. Es abierto también el software que utiliza para evitar ese tribalismo tecnológico conocido como “síndrome de not invented here”. Es horizontal porque pone en el centro de escena el trabajo de las organizaciones que aportan sus colecciones, y de este modo jerarquiza la tarea de miles de bibliotecarios, archivistas, y otros profesionales que trabajan en instituciones culturales. Al ser una iniciativa de alto perfil —tiene el aval de Barack Obama, y Michelle Obama se asoció con la DPLA para impulsar el programa Open ebooks— visibiliza ese trabajo y el expertise de cantidad de personas que de otro modo estarían tan ocultas como los tesoros a los que cuidan.

Esta es quizás la fórmula del éxito de la iniciativa: el entusiasmo que produce en los responsables directos de las colecciones, y también y especialmente en las comunidades locales de cada organización que reconocen la existencia de esta dimensión digital del patrimonio cultural como algo cercano y no como algo ajeno y misterioso. Los miembros de cada comunidad descubren en las bibliotecas, archivos y museos ya no solo proveedores de contenido y experiencias, sino también receptores y organizadores de la memoria colectiva hasta entonces conservada en el ámbito privado, y acercan recortes de diarios de fechas históricas, fotos y filmaciones de antepasados, cartas familiares para aportarlas al proceso de digitalización y difusión.

Para Darnton la historia del libro no tiene vocación anticuaria y no concibe al libro como un objeto estable sino, más bien, como un objeto en constante transformación, en sintonía con los cambios de la tecnología y la sociedad. Los libros impresos portan las marcas de su fabricación y de los procesos que los hace existir como objetos: ¿se puede decir lo mismo sobre la internet? ¿cuando alguien manda un tweet, qué queda detrás evidenciando ese intercambio? Mientras aprendemos a leer toda esta nueva información digital y a descifrar qué dice sobre nosotros mismos, una misión más urgente asoma en la agenda de bibliotecarios y archivistas: la de evitar que por obsolescencia de los dispositivos de lectura o por degradación de los soportes esa información se vuelva inaccesible. La preservación digital es un tema que por momentos se aparece como ciencia ficción al no iniciado: los especialistas disparan ecuaciones sobre la energía necesaria para mantener girando discos de backup y calculan cuántos bits se pierden, quizás para siempre, en compresiones y descompresiones. “En Harvard tenemos una máquina gigante y altamente tecnológica para preservar textos digitales. Una suerte de ojos electrónicos miran como giran los discos de texto y observan cualquier deficiencia para inmediatamente reemplazarlos de forma automática, migrarlos a diferentes formatos y transferirlos a tres partes diferentes de Massachussets”.

Tesoros en el Palais de Glace.

Ante esta perspectiva del conocimiento como desafío físico y técnico asoma una cuestión definitivamente humana: si nos estamos preguntando cuánto del pasado podemos preservar, es decir, si no podemos preservarlo todo, ¿cuánto conocemos de él realmente? Darnton tiene una respuesta: “Pasé toda mi vida trabajando en archivos. Leí miles y miles de cartas y papeles administrativos, todo tipo de documentos. Esto me dejó la convicción de que conocemos sólo una fracción de una fracción de una fracción de lo que sucedió en el pasado. La mayor parte de la experiencia pasada no dejó ningún rastro en el presente, la mayor parte de los seres humanos murieron sin dejar ningún testimonio de su existencia.”

Concluye: “Pensamos que entendemos el pasado, pero si sos un historiador que alguna vez trabajó en archivos seguramente te envuelva una sensación muy intensa: deben haber existido tantas cosas que se nos escapan”. Menciona a sus estudiantes, que creen que la historia está bajo control, entre las dos tapas de un libro, en las preguntas de los exámenes. “Mi visión del pasado no podría ser más opuesta: los archivos de Francia son infinitos, no terminan nunca. Solo una parte muy pequeña de ellos fue alguna vez leída por otros seres humanos. Y, aun así, esos archivos contienen muy poco en comparación a todas las vidas que fueron vividas”. Admite que es cierto que todos los días perdemos documentación sobre el pasado, pero aclara: “eso sucedió siempre. ¿Qué hacer entonces? Es nuestro deber como bibliotecarios y archivistas hacer lo mejor que podamos con los recursos que tengamos a nuestra disposición”.


Matías Butelman

Matías Butelman estudió Letras y trabaja en y trabaja en proyectos de digitalización. En Twitter es @mbutel.